jueves, 1 de diciembre de 2011

Hace tiempo que no publicamos nada en este blog. De hecho, casi ni lo recordaba. Luis tiene ahora uno que ocupa su atención y yo tengo extraviadas las palabras. Como sea, esta madrugada en la que me acecha la inquietud de la escritura he estado revisando viejos folios que han sobrevivido a la dura opción de la "Papelera de reciclaje" (¡ag! ¿Dónde habrá quedado la indolente llama que consumió tantos desafortunados poemas y hojas despreciadas por sus autores?) y entre ellos encontré uno viejo que no me apena compartir. Y no lo hace por dos razones. La primera de ellas, porque lo escribí hace tiempo ya, bajo un raro pseudónimo mientras escribía mil cosillas insignificantes en una modesta revista de cuyo nombre me acuerdo ahora con nostalgia. Su tono, sus giros, sus afanosas afirmaciones y ciertas palabras revelan mi esmero porque pareciera ajeno, el cual por lo menos en mi opinión tuvo éxito. Hoy lo leí como si alguien más lo hubiera escrito, hasta llegué por completo la falsa vehemencia que le imprimió mi heterónimo.

La segunda de las razones es la inquietante algarabía por la llegada de diciembre que he visto en las redes sociales y en varios SMS que recibí. De tal modo que no me siento apenado ni culpable por el tema cursilón que ocupa esas viejas líneas, tan actuales como la tradición que justificó su escritura.

La Hallaca

Y los invisibles ángeles del pasado

Un fogón de leña arde en medio del patio. Un olla grande y a medio tapar rebosa de tamales envueltos en hoja de plátano. La familia está reunida; los mayores hablan, ríen, comentan, recuerdan; los niños juegan. Todos están pendientes y a la espera de lo que las llamas sostienen, y en cuya preparación todos han participado. En ese cuadro, común y ordinario, vienen a reunirse todas las claves de una historia ancestral. Presente, pero ignorado, reposa el cúmulo de acontecimientos que ha generado la sensación de conocimiento. Lo curioso de todo es que la protagonista de la escena, la hallaca, contiene en sí misma todo el registro histórico de los antepasados que configuraron el hoy tal cual la conocemos. El Dr. Arturo Uslar Pietri lo entendió así y las siguientes líneas versan sobre ello.

“Así como por una medalla enterrada o por un fragmento de fuste de columna el arqueólogo puede comenzar a reconstruir toda la civilización, así también es posible reconstruir, por la cocina, el pasado de una nación. Para un hombre con suficiente sentido y percepción de lo histórico sería suficiente entrar en una fonda de pueblo criollo para ver desplegarse sobre la mesa, como por un conjuro, todo el proceso de la historia”. Estas palabras que resuenan en tantas y tantas conquistas, en cientos invasiones y poblamientos de territorios desconocidos forman parte del texto “La hayaca*, como manual de historia”, que el Dr. Arturo Uslar Pietri incluye en Del hacer y deshacer de Venezuela, un libro de ensayos sobre Venezuela como país y de los avatares inciertos que nos han hecho lo que somos.

Debo a la lectura de ese ensayo el presente artículo. Heterodoxa visión del proceso definitorio de lo que aceptamos como identidad, abre la puerta para explorar el reflejo de un pasado latente soslayado por el refulgente esplendor de episodios militares, tan agradables a nuestros cronistas. Mirada que además acerca a la humano, valga decir, a lo común a todos, ya que nada hay más afín a las generaciones, diferentes en cultura y épocas, que el arte de comer.

Dos son los aspectos que deseo resaltar de la idea del Dr. Uslar Pietri. El primero de ellos aquel que concierne a los ingredientes del plato típico, y el segundo, el que reúne a la familia en su preparación.

Cada uno de los sabores presentes en la hallaca es representante de la raza que participó en la construcción de Latinoamérica. Pocas manifestaciones culturales revelan tan nítidamente el mestizaje y mantienen al mismo tiempo la claridad de sus raíces. En primer lugar, la envoltura de la hallaca es el plátano, planta que revive el viaje de los negreros cargados de esclavos que vinieron a estas tierras con toda la magia, ritmo y fuerza de su libertad subyugada. Aunque en el plátano también está en el aborigen autóctonos que lo llevó a la cocina de su tribu, primero, y a las recetas del conquistador después.

La masa nace del verdadero hilo unificador de las Américas: el maíz. Este fruto milenario y sagrado para los pueblos de todo el orbe de los mayas, aztecas, chibchas, caribes, incas y guaraníes. En la molienda de los dorados granos están vivos miles de años de civilización precolombina. Vienen a las manos de la madre que amasa el espíritu cosmológico de una tradición ancestral. Así sobre la tradición cristiana de la celebración de la Navidad revolotean, puro brillo y luminosidad, las cocineras del tiempo antes del castellano.

En las carnes que componen el relleno parecieran escucharse el cacaraquear, el mugir, el balar con que los españoles poblaron de fauna europea el suelo americano. Gallinas, vacas, cabras, cerdos que llegaron a la península ibérica luego de siglos de complejas migraciones, ahora descansan inadvertidamente comunes en los recipientes que rodean el mesón en el cual la hallaca toma forma. Igual caso es el de las verduras, aceitunas, almendras y pasas, cuyo pasado viajero les llevó desde el oriente, Asia, Europa Central y las antiguas colonias del Imperio Romano, a través de ocho siglos de historia, hasta el puerto de Palos en el definitivo Moguer de Colón.

Es así, un inevitable mosaico de razas y tradiciones culinarias lo que da forma al cuerpo de la hallaca. No tan sólo porque los ingredientes y las técnicas estén presentes con claridad asombrosa, sino porque en las mismas manos que la arman, que le dan gusto, que la preparan, se asientan los valores generaciones del atonal proceso de mestizaje. Ángel Rosenblat tiene a bien señalar en uno de sus artículos sobre la hallaca las diferencias distintivas del plato venezolano con respecto a los demás tamales de Latinoamérica. Yo prefiero las confluencias, los encuentros, las afinidades, pues unifica nuestra visión de lo que podemos ser como pueblos.

En la mañana del 24 de diciembre —el día de Nochebuena y víspera de Navidad—, muy temprano y generalmente en el lugar más amplio de la casa, toda la familia se reúne para preparar la cena tradicional. Los ingredientes han sido condimentados la noche anterior y ahora todo se dispone en un gran mesón en el que a manera de maqueta, el compendio de culturas que señalamos en los párrafos anteriores se da cita en una reconstrucción involuntaria de la primera visión que cada uno tuvo del otro. En tazones, bandejas y ollas, el guiso, las carnes, las verduras, la masa, las hojas de plátano se encuentran separados por un segundo secular, hasta que las manos artísticas de todos les reúnen para siempre en un ritual de reconstrucción del momento en que las razas se encuentran para formarnos como pueblo.

Y mientras invisiblemente nos acompañan todos estos ancestros y eventos históricos, una figura ejerce su autoridad más indisputable: la madre. Nada hay que ella no controle, no dicte, no determine, no sepa. En sus manos y sus conocimientos están las claves, la sazón, las proporciones y de ella dimanan las rutas que han de seguirse para que todo esté en orden. Es el tiempo en que bajo su tierna voz de mando se revelan los motores del hogar y la familia. “No hay hallacas como las de mi mamá” es el resumen de las tradiciones más vivas de esta época del año.

No tiene aquí importancia el lugar y la fecha en los que se concibió la primera hallaca. Lo importante es que ella constituye la sólida mezcla que nos une ritualmente. Desde las diferentes culturas que la engendraron siglos antes de que apareciera, hasta el venturoso reencuentro de cada año, en casa de los padres, pareciera que se trata de una fuerza ancestral y mística lo que entraña el gusto de preparar y disfrutar de una hallaca de madre. Es como si desde el primer momento en que Latinoamérica empezó a tomar forma y para siempre, ángeles de la historia obraron secretamente para que cada tanto nos busquemos unos a otros en el placer de ser uno y todos.

(*La diferencia en la ortografía en el título del texto del Dr. Uslar Pietri se debe a una diferencia contenida en el propio DRAE. En él se recoge con y, pero en la entrada 2. se aclara que en Venezuela la escribimos con doble l)

Este texto fue publicado originalmente en Revista NOI, número 17 (diciembre 2008), firmado con el pseudónimo Joseba Azkarate


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